domingo, 7 de marzo de 2010

LA SONRISA LUPINA

Raùl Motta.

Todos los reunidos en la habitación musitaban, se miraban aciagos. Los rostros desencajados brillaban por el ígneo fulgor de dos grandes cirios blancos empotrados en bases de color plata. Un crucifijo con dos focos de cuarenta watts resguardaba los restos de mi gato gormogon. Mi madre había preparado todo para tratar de aliviar de alguna manera mi dolor, iniciar el proceso del duelo dándole lo que ella llamó en esos momentos el último adiós.
Mi abuelo traía puesta su levita negra que solo usaba en ciertas ocasiones, me acaricio el pelo me dijo unas palabras de aliento con gran fluidez, adquirida supongo por los años en el negocio de las pompas fúnebres. Bajo sus lentes unos ojos sibilinos miraban el féretro que el mismo había proporcionado para el pequeño drama. Levanto la cruz hecha de cal, mi madre pidió la atención de los presentes y pronuncio algunos elogios para el que se nos adelanto. Con un agudo rechinido mi abuelo cerró la tapa del ataúd, lo levanto, todos lo seguimos hasta la carroza en procesión anegados en lágrimas y sollozos.
Después de limpiarse el sudor dio marcha, varios pañuelos blancos salieron para despedir al gato, algunas flores volaron, por algunos momentos nos quedamos en silencio. Mi padre desde la puerta me miró mohíno y decepcionado, sabía las verdaderas razones de la muerte de gormogon, no había sido un accidente, ni por supuesto existía ningún misterio, pero jamás le conto nada a mi madre para no perturbarla.

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