miércoles, 14 de abril de 2010

MURMULLOS

Ana Paula Rumualdo Flores

Hace varias horas que deambulas y no has encontrado a nadie que de te razón del lugar. Encuentras vacías las calles y los portales de las casas. Tocas una puerta y nadie responde, tocas otra puerta y nada. Te aventuras a girar una perilla.

Apenas entras en la casucha, te das cuenta de que no habrá paliativo para el aire hirviente que respiras. Una bocanada de fuego te parte los labios.

Te quedas mirando el par de celosías que adornan las grises paredes de cemento. Al centro del cuarto, unas sillas tejidas con gruesos hilos de plástico, aparentan comodidad; sin embargo, el polvo acumulado revela su evidente desuso.

En la esquina hay una mesa de madera que apenas se sostiene en pie. Encima sólo hay un puñado de pepitas secas y una jarra de vidrio que alberga hormigas muertas.

La quietud parece haber llegado como huésped perpetuo a ese pueblo.

De pronto escuchas un montón de murmullos y pisadas secas que no alcanzas a ubicar. Buscas con la mirada de un lado a otro. Frente a ti, un espacio sin puerta anuncia un patio de terracería sembrado con cubetas resquebrajadas que se quedaron esperando las lluvias. Por el patio cruza una figura que más parece un árbol seco que un hombre.

¡Oiga! ¡oiga!, ¿aquí es Comala?

Atraviesas el umbral y sólo encuentras cubetas. No ves a nadie. Sólo oyes ladrar a los perros.

domingo, 7 de marzo de 2010

LA SONRISA LUPINA

Raùl Motta.

Todos los reunidos en la habitación musitaban, se miraban aciagos. Los rostros desencajados brillaban por el ígneo fulgor de dos grandes cirios blancos empotrados en bases de color plata. Un crucifijo con dos focos de cuarenta watts resguardaba los restos de mi gato gormogon. Mi madre había preparado todo para tratar de aliviar de alguna manera mi dolor, iniciar el proceso del duelo dándole lo que ella llamó en esos momentos el último adiós.
Mi abuelo traía puesta su levita negra que solo usaba en ciertas ocasiones, me acaricio el pelo me dijo unas palabras de aliento con gran fluidez, adquirida supongo por los años en el negocio de las pompas fúnebres. Bajo sus lentes unos ojos sibilinos miraban el féretro que el mismo había proporcionado para el pequeño drama. Levanto la cruz hecha de cal, mi madre pidió la atención de los presentes y pronuncio algunos elogios para el que se nos adelanto. Con un agudo rechinido mi abuelo cerró la tapa del ataúd, lo levanto, todos lo seguimos hasta la carroza en procesión anegados en lágrimas y sollozos.
Después de limpiarse el sudor dio marcha, varios pañuelos blancos salieron para despedir al gato, algunas flores volaron, por algunos momentos nos quedamos en silencio. Mi padre desde la puerta me miró mohíno y decepcionado, sabía las verdaderas razones de la muerte de gormogon, no había sido un accidente, ni por supuesto existía ningún misterio, pero jamás le conto nada a mi madre para no perturbarla.

lunes, 30 de noviembre de 2009

LA CREACIÓN

Miguel Antonio Lupián Soto

La luna colgaba como una naranja madura del cielo inmaculado. Un perro enclenque hurgaba en los restos de la vendimia matutina algo para comer. El viento húmedo y salado agitaba la única rama casi vencida por el peso de los cuervos dormidos del nudoso árbol. Un mariachi solitario caminaba desgarbado arrastrando su gastada trompeta por el suelo adoquinado de la plazuela.

Hacía horas que, sentado en una silla plegable en medio del humilde kiosco, Euclides contemplaba la escena. Depresión, ira y deformidad se fundían en su rostro. La palabra monstruo retumbaba en su pequeña cabeza. Una piedra angulada de ónix verde apareció en su mano izquierda. La enterró de un solo movimiento en el centro del trígono azul tatuado en su antebrazo derecho. Desgarró lentamente el músculo hasta llegar al hueso. Las hormigas se ahogaron en la savia derramada.

Un seco y estruendoso ¡no! partió la noche acompañado por una ola de calor. El kiosco ardió, el árbol se chamuscó, la trompeta se fundió y el perro desapareció.

Howard se levantó de prisa en busca de un extintor, pero ya sólo quedaban cenizas. Resignado, cogió otra hoja en blanco que colocó en la máquina de escribir.

martes, 24 de noviembre de 2009

LAS BRUJAS PUTONAS

Lluvia de Invierno

Somos las brujas putonas. Nos gustan los mordiscos, nos incitan a bailar a la luna choncha. Practicamos la nigromancia, y los difuntos, invocados por nosotras, pululan hacia la oscuridad y nos toman las nalgas cuando cantamos magia. Somos las brujas putonas y adoramos la confusión y la fogosidad. Aparcamos la maldad, asaltamos la lozanía y confinamos la intranquilidad a los agobiados y a la pasión privada.

Volamos toda la madrugada con tramas colocadas a las vaginas mojadas. Violamos todo: niños y niñas y uno y otro insomnio vagando. Somos avanzadas masturbando mozos briosos y cortamos sus falos con pasión cuando los aojamos. No utilizamos ninguna poción: libido y conjuros son las armas confiadas.

Somos las brujas putonas y andamos buscando víctimas con tu prosapia.

jueves, 12 de noviembre de 2009

I

Karina Garduño García

Con el viento apacible hacia el norte descubro el fangoso camino apenas iluminado por una lánguida luz. En medio del pinar hallé un refugio en ruinas ideal para reparar las fuerzas que hacia unos momentos había perdido debido a la lucha. Todo volvió a mi mente. Divergencia de alas encarnaban una guerra de poderes.
Opuestas en apariencia. Similares en fuerza.
El Cuervo se encarnizó con el Ángel. Con el fuerte pico logró detener el puño que se avecinaba hacia su buchada.
Los nudillos sangraron un poco. El rojo resplandor fue inmediato. Su olor llegó hasta donde yo estaba. Pude adivinar que la mezcla densa era producto de maldad, miedo e inocencia. Jamás me alimentaría con algo así.
Pareció en vano el intento de lanzar un ataque contra su rostro. La garra se abalanzó con brutalidad esperando desgarrar la piel. El choque de los dos nubló mi visión. Salieron despedidos en sentido opuesto. Su negro plumaje quedó manchado de barro. Por un segundo le creí herido. La furia llenó mis puños. El otro perdió el equilibrio pero no sufrió herida alguna. Fue a caer justo a mis pies y sin embargo no me descubrió.
Con velocidad antinatural, que hubiese provocado escalofrío a cualquier mortal, se reincorporó y con desprecio se acercó al animal. Él lo esperaba y con un aleteo fastuoso rozó la parte lateral de la cara y la carne blanca se abrió liberando unos delgados hilos rojos. No sintió un mínimo ardor. Una sonrisa de burla se dibujó en la comisura de su boca. De nuevo fue al encuentro y con saña lo tomó por el ala. El carroñero no se sintió en desventaja. La cercanía le proveyó de una confianza absoluta. Respiró arrogante. Con la mirada perdida en la soberbia fue incapaz de ver lo que tramaba el brazo izquierdo. Con filosos dedos laceró la piel hasta toparse con el pequeño corazón latiente. Su graznido semejó una voz lastimera. Me penetró como punzón de plata. Con odio salí de mi sombra. Le tomé por las alas y lo arrojé hacia el peñasco.
Dispuesto a consolar su lamento me arrodillé a su lado. Una fuerza descomunal me levantó y fui a caer sobre una lápida que terminó de hundirse en la maleza. Vociferando injurias y amenazas vino hacia mí con paso firme.
Antes de que diera un paso más mi mano ya estaba en su cuello. Qué piel tan dura, me fue imposible corromperla con la fuerza de un solo brazo. Me sujetó por el mismo y nos elevamos entre las copas de los árboles. Las ramas se rompían a nuestro paso. Las sentía enterrarse en mi espalda como pequeñas agujas.
Su puño se estrellaba en mi rostro sin merced. Con un giro improvisado pasé por encima de él abrazándole por la espalda e inmovilizando sus alas.
Caímos sin miramientos, con la rodilla en medio de sus alas, estrellé su rostro en la tierra. Sus movimientos no me permitían darle un golpe fatal. Volví a sujetarlo del cuello, esta vez con ambas manos. Sus alas en contra de la tierra casi estaban inmovilizadas. Mis piernas le aprisionaban el torso, los ojos inyectados de rojo odio le miraban fijamente la yugular. No importó aquel olor desagradable, no importó su rostro perfecto.
No iba a ser por hambre no iba a ser por amor, lo iba a matar e iba a ser por odio. Le había lastimado.
De entre las altas cortezas verduscas se podía oír su disminuido lamento. Me llenaba la cabeza de confusión… ¿acaso estaba muriendo? Quizá era sólo adormecimiento debido a su debilidad. No lo sabía. ¡Oh maldito ser falazmente divino!
Cada uno debía pelear sus batallas sin ayuda del otro. No debía moverme de la oscuridad. Sólo observar, esperar a que todo terminara. Como fuera. Y después agasajarnos con la víctima o curarnos mutuamente.
Cien veces lo hizo por mí.
Esta vez fue imposible. Insoportable verlo lleno de soberbia pero inmovilizado. Ver una herida sangrante no más grande que mi mano y las vísceras sobresaliendo. Me revolvió la sangre recién ingerida. Tenía que hacer algo… no podía dejarlo a merced de su suerte. Sus juegos de persecución habían resultado demasiado peligrosos.
Advertencias mil habían surgido. Ninguna fue escuchada. Ahora estaba ahí. Con la penumbra a cuestas.
Me hubiese resultado más placentero seducirlo y alimentarme como siempre, como nunca… pero ahora no había tiempo para pensarlo de esa forma. Merecía morir y yo era el arma perfecta.
Pisoteé su ala resbalosa hasta que de su garganta salió un gemido. La sangre brotó como un chorro aguado embarrando mi bota. Unas gotas fueron a caer en su rostro, en el mío……

Para AFMC

jueves, 5 de noviembre de 2009

LA CANCIÓN DE EURIDICE

Orfeo


« Les morts, les pauvres morts, ont de grandes douleurs... »
« Los muertos, los pobres muertos, tienen grandes dolores.. »
A la sirvienta de gran corazón.
CHARLES BAUDELAIRE



El día del funeral amaneció gris, lo recuerdo claramente porque desde la estancia en donde me encontraba podía ver el cielo y el sonido de la lluvia golpeando el cristal resonaba por doquier.
La habitación donde estábamos congregados era amplia, el piso de azulejo color terracota brillaba con la tenue luz que lograba entrar por la única ventana que dominaba la pared principal hecha de ladrillos; en el techo, un exquisita araña de cristal con hoja de plata reposaba en el centro de todo “Magnifica creación aquella flor de diamante, los destellos intermitentes en el cristal caían con gracia como pequeñas estrellas iluminándolo todo y a tiempos, transformaba esa sala mortuoria en un salón de baile digno de una corte; aun me acompaña en mis sueños”.
No es común en mí sentirme tan indiferente pero ese día me pareció que todo estaba al revés, mientras pasaban las horas no pude evitar que esa sensación de sueño me invadiera y adormeciera mi cuerpo. Me sentía un extraño alrededor de todas esas personas con expresiones de tristeza tan características en situaciones como éstas; los ojos rojos producto de las lágrimas, la mirada cansada, la cara demacrada y sucia, los suspiros ocasionales y los destructivos arranques de llanto que vienen y van.
El silencio dominó la mañana y todos los presentes, ensimismados en su propio sufrimiento, olvidaron las cortesías y se limitaron a mirar al frente con expresiones calmas pero llenas de dolor. Un universo entero se encontraba reunido; cada persona era un mundo que se colapsaba con cada recuerdo que asaltaba su mente, nadie dijo nada, solo se pudo oír un rumor lleno de nostalgia acompañado por exhalaciones.
Pasaron las horas con lentitud; sin embargo, el ambiente comenzó a inquietarse pues pronto comenzaría la procesión y todos sabían que eso significaba despertar de ese letargo que los mantenía cuerdos. Cuando se dio el anuncio de que había llegado la hora cada ente, despertando de su fantasía, se puso de píe y se dirigió a la puerta arrastrando los pies.

Afuera, como si se hubiera levantado un hechizo, la gente comenzó a hablar en un intento de aligerar el peso de sus corazones ahora despiertos; muchas frases sueltas llegaron a mis oídos: “Tan joven…”, “Nadie lo esperaba”, “Que tragedia, perder a alguien así, sin aviso….”, “¿Cómo te sientes?, “Yo se que es duro, esta clase de cosas siempre lo son”. “Vano intento de lidiar con la pérdida, los muertos son los que descansan, siempre lo he dicho”.
Al llegar al panteón la llovizna se convirtió en tormenta; el cielo descendía con fuerza sobre nosotros intensificando la pena de los dolientes que como espectros recorrieron la vereda por el jardín de piedras a paso lento, cruzando miradas sin decir palabra, el silencio era más evidente aquí: “Los que duermen afectan de esa forma a los vivos, dentro de sus corazones aún existe el miedo a la muerte”.
La procesión se instaló en una colina previamente preparada para la ceremonia; personas sin nombre colocaron sillas a ambos lados de un podio de madera en donde se daría el discurso, una hermosa corona de flores y un violinista que interpretaba una dulce melodía llena de notas nostálgicas que flotaban en el aire “Un lindo lugar para descansar”, a excepción de la fosa excavada en medio de los asientos la colina estaba cubierta de pasto y musgo que brillaba por el efecto de las gotas de lluvia como cristal y estrellas.
El maestro de ceremonias comenzó el evento enunciando la razón por la cual estábamos todos reunidos, el viento silbaba con fuerza y llevaba sus palabras amortiguadas a todos los oídos cercanos: “Hoy le decimos adiós a un hijo, a un hermano, a un amigo” la lluvia seguía cayendo “regocijémonos en el placer que fue conocerlo, ser testigos de su vida y parte de su corazón” su voz se quebró. Pasados unos minutos en los que recobró la compostura prosiguió dando una lista de elogios y logros triviales a los presentes que de vez en cuando lo interrumpían con gritos y arranques de pena intermitentes; el orador procuró callar respetuosamente cada vez que comenzaban y siempre esperaba el silencio para continuar su mórbida canción.”El silencio, bendito silencio”
Fue un discurso largo y llenó de gentiles apologías, de suaves evocaciones y de sutiles invitaciones al recuerdo que adormecían la memoria. Los espectadores oían con atención, todos parecían disfrutar ese intento fallido de alejar las reminiscencias que inquietan al alma.

Finalmente, mi padre anunció que era tiempo de despedirse e incitó a todos los presentes a tomar una rosa y dejarla sobre mi cuerpo que reposaba rígido e indiferente dentro del ataúd; las sombras sentadas a mi alrededor emitieron un grito de tristeza y una a una se acercaron pronunciando sus verdaderos pesares: “¿Porqué me dejaste?, “Te espero por siempre”, “Toma mi corazón, guárdalo hasta que nos encontremos”, “Te amo”, “A veces no es suficiente” Mi piel fría.
Mi madre fue la última en acercarse al féretro, llevaba consigo una rosa roja en su mano derecha y sostenía a mi padre en su izquierda; desde mi lecho pude ver a ese fantasma mirando mi rostro, sus ojos opacos y sin vida me devolvieron la mirada mientras sostenía su corazón ennegrecido, besó la flor, la puso entre mis manos y llena de dolor susurró:
“Duerme hijo mío, ya todo está bien”

viernes, 30 de octubre de 2009

CEREBRO REPTILIANO

Raúl Motta

“Lo más importante del mundo es pertenecerse”
Montaigne

Caminaba por el palurdo empedrado de las ilustres calles del Viex Lyon, un suave vapor subía por las coladeras adornando de remembranzas y misterios el paisaje urbano teñido de tonos grises, redoblé el paso, una sutil sonrisa alumbro mi rostro, un gesto que cuando sucede en solitario es atribuido a una mediana locura.
Mientras me conducía al final de la calle hacia el café Bellancor recordé la forma burlona con la cual mis compañeros de la facultad me bautizaron, me llamaban polvorilla (petit-poudre) por mi temperamento , acentuado por rasgos físicos duros, un rostro dominado por la caja craneana.
Esa parte de mi personalidad era admirada o tal vez temida, la diferencia entre estos dos conceptos nunca es clara, en innumerables ocasiones terminan por confundirse en un pensamiento oscuro y sin estrellas.
Empujé la puerta del café, resonó el golpeteo de la campanilla, con sobriedad lóbrega alcance la barra, me quité el sombrero y las gafas de montura negra. El lugar estaba repleto de rostros tristes, el ambiente se respiraba denso, parecía estar poseído por el fantasma de la desesperanza.
Una enorme mano rugosa llamo mi atención; era un dinosaurio.
-¿Alexis Carrel? Es usted, lo he reconocido –con voz grave y casi torpe se dirigió a mí.
-Con los ojos desorbitados le contesté:- ese es mi nombre estimado señor.
-Soy admirador de su obra, es excelente –replico el dinosaurio.
-Con menos recato le pregunte: -¿Cuál es su favorita?
-L´homme cet inconnu, pero no concuerdo con la esencia de ese trabajo en particular yo creo que las desigualdades naturales entre los individuos pueden ser ignoradas, la eugenesia y la biocracia me parecen teorías totalitarias, extremistas, un poco exageradas-me contesto el dinosaurio con decisión.
Me afloje el corbatín, intenté cambiar sus ideas pero la necedad de alguien que se aferra a una idea que no entiende es incorruptible.
-¿Qué es lo que hace un fugitivo paleontológico en 1942? –pregunté asustado.
-Su córtex doctor Carrel no se encuentra completamente en descanso, pero usted está dormido, este es un fenómeno extraordinario conocido como sueño de conciencia –dijo el dinosaurio. Y tras una leve pausa, añadió: - Tiene la posibilidad de ser el rector de este ambiente onírico, debe aprovecharlo y abandonarse a sus deseos.
Las disertaciones del dinosaurio estaban llenas de sapiencia, sería estúpido no disfrutar de un acontecimiento biológico tan extraño y brillante.
Empecé por cambiar el café de siempre por un vaso de ajenjo, lo bebí de un solo movimiento de muñeca, el licor le dio valor a mi garganta, pedí el teléfono para llamar al editor del Journal Officel, contestó con su voz narcótica, de golpe me burlé de su lánguido cuerpo, le proferí todos los dicterios que me vinieron a la mente asegurándome de resaltar su ignorancia, terminando con la contundente frase: “Soy Alexis Carrel”.
Sin dejar propina pagué la cuenta, de camino a casa corté de un jardín algunas flores, las puse en un jarrón sobre mi escritorio, aliste la pluma dispuesto a declararle mi amor a la joven y límpida esposa de mí mejor amigo Charles Lindbergh. El dinosaurio me ayudó con la redacción pues yo adolezco de la blandura de espíritu necesaria para cortejar a una mujer.
Una vez terminada la carta, le coloque el sello y siendo esto un sueño firme con sangre en un desplante de romanticismo inaudito.
La enorme puerta de los Lindbergh frenó mis aspiraciones, tres golpes secos fueron suficientes para que la dama del servicio recibiera mis regalos con familiaridad, me sonrió cortésmente, con una voz suave y sin mirarme a la cara aseguro entregarle el mensaje, un olor a melocotones llegó hasta la puerta que lentamente se cerró frente a mí soltando un rechinido espantoso.
Una fuerte sensación me abrumó, nunca antes a pesar de mi carácter me había dejado llevar por mis impulsos primigenios que residen en la amígdala y son más fuertes que cualquier lógica.
Siempre he condenado estos comportamientos y lo seguiré haciendo, pero ahora entiendo mejor la fuerza que tienen y porqué las personas se pierden en ellos.
Los mil francos que guardaba para la crisis de la post guerra los gaste en un traje nuevo con chaleco negro, un sombrero de ala corta, un reloj de bolsillo con forma de cráneo, un bastón y una botella de vino.
Al subir la escalera cada cinco pasos hacia una pausa para tomar con desenfado un sorbo de la botella, cuando llegué a la oficina del profesor Vallery-Radot estaba agitado, el secretario general de sanidad se lleva una mórbida sorpresa cuando me reconoce. Intenta emitir algunas palabras pero solo puede farfullar ante mi feroz mirada. Levanté el bastón, con el brazo extendido le propine un violento golpe en el rostro, un borbotón de sangre brotó de su nariz, trató de detener la hemorragia con las manos, dio un largo sollozo, balbuceó algunos insultos y derramó sus lagrimas sobre su inconmensurable ego.
Salí con lentitud del edificio gritando: “El gobierno de la Francia libre es escatológico, está plagado de bestias”.
La mancha que opacaba mi reputación había sido lavada, me sentí aliviado, desde el premio nobel la felicidad fue distraída conmigo hasta este dulce momento.
Cansado de sobresaltos me terminé la botella de vino en la sala de mi casa en compañía del dinosaurio, que espero por mí en la entrada del edificio de gobierno. Se portó zalamero con mi comportamiento, aplaudió cada una de mis acciones, engalanó mi supuesta gallardía y arrojo. No tuve palabras para contestarle.
El silencio se sentó con nosotros, me recosté en la alfombra, no pude quitar los ojos del fuego hasta que en un baile elegante se consumió.
Extasiado por la puerilidad, rejuvenecido por la libertad experimentada, el doctor dormitaba angustiado, no podía entender como si estaba soñando tenía ganas de dormir, la explicación más razonable era el miedo que tenía de afrontar las consecuencias de sus actos, las ganas de regresar a la realidad.
Finalmente cayó en un sueño profundo durante varias horas hasta el amanecer. Cuando despertó tenía la boca seca, las piernas trémulas, se dirigió a la cocina, tropezó con el dinosaurio, se sirvió un vaso con agua, le dio un sorbo para después bruscamente escupirlo.

(Para A.M. dondequiera que se encuentre)





INTA

Luis Contreras


Mataron a su padre, a su madre, a su único hermano y a una de sus tías. Los mataron frente a ella. Se salvó de milagro. Perdió los dedos de su mano izquierda y le hicieron una enorme cicatriz que sale de su ojo derecho como una lágrima que le escurre por el rostro hasta caer de la mandíbula y alcanzar el cuello. Cuando esto ocurrió Inta tenía nueve años. Ahora tiene 18.

Inta llegó al psiquiátrico algunos días después de lo sucedido. Venía seria. Ausente. Hacía todo lo que se le pedía. Desde el principio atendió cada cosa que le fue solicitada por médicos y psiquiatras. No habla desde entonces. No ha llorado ni una sola vez. No se queja. Mantiene una distancia con el mundo que, parece, es irreversible.
Deficiencias en el sistema de pigmentación de la paciente hicieron que desde su nacimiento su cabello fuera completamente blanco. De ojos color púrpura y piel muy blanca, Inta es como una muñeca de porcelana que no deja de mirar a través de la ventana de su cuarto. De día y de noche busca lo mismo: estrellas.

Inta ha dibujado estrellas en las paredes de su habitación, en su ropa, en sus libretas, incluso en su propia piel. Se trata de una fijación que carece de un diagnóstico preciso. Psicólogos y psiquiatras llevan años intentando descifrar los procesos mentales que la hacen reproducir la misma imagen una y otra vez. Se sabe que la estrella tiene que ver con los dramáticos eventos de su pasado infantil, pero su silencio nos imposibilita comprender sus emociones al respecto.

Quiero que tú te encargues de este caso. No atenderás nada más. Busca todo cuanto puedas en la literatura médica disponible e investiga los detalles de lo que ocurrió hace nueve años con la familia de la paciente. Si en las próximas semanas no logramos avances significativos en su salud mental, Inta será trasferida a Santa Mónica y tú sabes bien que nadie egresa de ese lugar.
El Director del Hospital Infantil de Especialidades Médicas de San Ángel conocía mejor que nadie los detalles de la muerte de la familia de Inta, sin embargo decidió empezar de nuevo, paso a paso, a través del trabajo de Silvana, psicóloga recién egresada de la facultad de Ciencias de la Conducta.

Silvana nunca había visto a Inta. Cuando se aproximó a su cuarto sus manos sudaban. Vio a la “muñeca de porcelana” sentada en una silla, mirando el jardín a través de una enorme ventana. Le pareció hermosa como un hada.
La psicóloga leyó el expediente de Inta. Sus terapias, sus sesiones, los tipos de fármacos que le habían suministrado. Buscó fallas en los procedimientos, omisiones, francas negligencias. No encontró nada. La paciente era incapaz de reaccionar. Ninguno de los estímulos ensayados funcionó. Sin embargo, entre el personal médico, había la extraña percepción de que Inta no tenía la mente perturbada. Lo que veían era un silencio voluntario.

Silvana decidió hacer una nueva investigación directamente con la población de La Piedad. Cuando llegó al pequeño pueblito le pareció fascinante. Sus pequeñas y coloridas casas: adornos de madera, flores de ornato, árboles y plantas, gente sonriente, niños jugueteando en las calles… ¿Cómo podría haber sido en este lugar? ¿Cómo? Se preguntó Silvana.
Fue a buscar a los delegados de la comunidad; luego, intentó con el señor de la tienda, con mujeres en el mercado, con el de la farmacia, con el párroco, con los dos policías municipales. Nadie quiso hablar con ella. Algunos incluso la insultaron y le dijeron que mejor sería que se largara del pueblo y no volviera jamás. Después del último intento Silvana se subió a su carro, lo arrancó y decidió salir de allí, metió primera y justo en ese momento alguien le tocó por la ventana.

Yo le voy a decir lo que pasó ese día. Mire, me llamo Juan Rodríguez, soy profesor de primaria y hace diez años que vivo en este pueblo. Aquí me mandaron luego que salí de la Normal. Véngase pa´ mi casa.

Eran como las seis de la tarde y escuché cómo tocaban y tocaban las campanas de la iglesia. Luego de un rato me asomé por la ventana y vi a mucha gente que corría hacia el centro. ¿Qué pasa? Pregunté a alguno. Detuvieron a unas brujas.
Ya se iban cuando los agarraron subiendo a su camioneta. Los insultaron, les dieron de patadas, los arrastraron de los cabellos, les pegaron con todo lo que podían. Más a los grandes que a los dos niños. Así hasta que llegaron al auditorio de la delegación municipal y allí los amarraron mientras decidían que hacer con ellos.
Hay una anciana, de nombre Jacinta, que tiene cataratas en los ojos y no ve nada y que entonces vivía junto al Lago Salgueiro. Fue la que comenzó todo. Dijo que su nieto de siete años había llegado corriendo a su casa y le había dicho que había gente de negro echando cosas al agua, que había una niña, como una muñeca blanca al frente de ellos.

Jacinta salió gritando que había brujas en el lago. Todos se alertaron y comenzaron a juntarse. Como le dije, los agarraron subiendo a su camioneta. Ya no los soltaron.
Fueron a ver al Padre. Le dijeron que una secta satánica había llegado a La Piedad y que había que hacer algo con ellos. El padre dijo que el pueblo tenía que protegerse. Antes de la media noche se determinó quemarlos. Allí mismo, en el auditorio.

Ya estaban muy mal. Había un señor, dos señoras, un niño como de doce años y una niña chiquita. Ya estaban muy mal, muy golpeados, sangrando, sobre todo los grandes, ya no reaccionaban.

Esa noche casi estaba todo el pueblo. Recuerdo que había muchos niños. Muchos de mis alumnos estaban allí. Aventando piedras a los cuerpos. Gritando, aullando como perros.


Cuando llegó la policía del Estado ya habían ardido y muerto los tres grandes y el niño. Echando balazos, los agentes los abrieron a todos, pero antes de irse, uno de los delegados le lanzó un machetazo a la niña, le dio en una mano. Se la reventó. Un papel cayó junto con los dedos de la pequeña. Yo lo levanté. Mírelo. Hasta después, cuando se supo la verdad, comprendí su significado.

Y usted ¿por qué no dijo nada? ¿Por qué no hizo nada?
Porque me dio miedo.

Cuando salió del pueblo Silvana intentó recrear los instantes previos al linchamiento. Se imaginó a la familia de Inta prendiendo veladoras, ofreciendo sus plegarias y finalmente esparciendo sobre el agua del Lago Salgueiro las cenizas del abuelo recién muerto.

Pasaron varios días antes de que Inta se acostumbrara a la constante presencia de Silvana en su habitación, a sus preguntas, a sus diversos intentos de comunicarse. Cuando sintió que ya estaba lista, la psicóloga decidió leerle a “la muñeca de porcelana” lo que nueve años antes ella misma había escrito:

“Abue, cuando mi tortuga se murió tu me dijiste que si veía al cielo, quizás podía verla de nuevo, como una luz. Dijiste que había estrellas tan lejos pero tan lejos de aquí que aunque ya habían muerto su luz apenas llegaba hasta nosotros. Dijiste que mi tortuga era la luz de una de esas estrellas que ya habían muerto. Tu también vete con las estrellas para que te sigamos viendo en el cielo”
Al otro día, a la misma hora, se lo volvió a leer. Al quinto día de sesiones continuas, con los mismos procedimientos, Inta finalmente gritó. Gritó, pateó, maldijo. Lo hizo tanto como pudo con su garganta prácticamente atrofiada. Esa noche también pudo llorar.
Seis meses después podía contarle a Silvana lo que había visto, lo que había escuchado y lo que sintió la tarde en la que su familia había sido asesinada. Poco después Inta recibió del hospital su orden de egreso. Muñequita ¿qué es lo que quieres hacer ahora? Preguntó Silvana. Vengarme.