jueves, 5 de noviembre de 2009

LA CANCIÓN DE EURIDICE

Orfeo


« Les morts, les pauvres morts, ont de grandes douleurs... »
« Los muertos, los pobres muertos, tienen grandes dolores.. »
A la sirvienta de gran corazón.
CHARLES BAUDELAIRE



El día del funeral amaneció gris, lo recuerdo claramente porque desde la estancia en donde me encontraba podía ver el cielo y el sonido de la lluvia golpeando el cristal resonaba por doquier.
La habitación donde estábamos congregados era amplia, el piso de azulejo color terracota brillaba con la tenue luz que lograba entrar por la única ventana que dominaba la pared principal hecha de ladrillos; en el techo, un exquisita araña de cristal con hoja de plata reposaba en el centro de todo “Magnifica creación aquella flor de diamante, los destellos intermitentes en el cristal caían con gracia como pequeñas estrellas iluminándolo todo y a tiempos, transformaba esa sala mortuoria en un salón de baile digno de una corte; aun me acompaña en mis sueños”.
No es común en mí sentirme tan indiferente pero ese día me pareció que todo estaba al revés, mientras pasaban las horas no pude evitar que esa sensación de sueño me invadiera y adormeciera mi cuerpo. Me sentía un extraño alrededor de todas esas personas con expresiones de tristeza tan características en situaciones como éstas; los ojos rojos producto de las lágrimas, la mirada cansada, la cara demacrada y sucia, los suspiros ocasionales y los destructivos arranques de llanto que vienen y van.
El silencio dominó la mañana y todos los presentes, ensimismados en su propio sufrimiento, olvidaron las cortesías y se limitaron a mirar al frente con expresiones calmas pero llenas de dolor. Un universo entero se encontraba reunido; cada persona era un mundo que se colapsaba con cada recuerdo que asaltaba su mente, nadie dijo nada, solo se pudo oír un rumor lleno de nostalgia acompañado por exhalaciones.
Pasaron las horas con lentitud; sin embargo, el ambiente comenzó a inquietarse pues pronto comenzaría la procesión y todos sabían que eso significaba despertar de ese letargo que los mantenía cuerdos. Cuando se dio el anuncio de que había llegado la hora cada ente, despertando de su fantasía, se puso de píe y se dirigió a la puerta arrastrando los pies.

Afuera, como si se hubiera levantado un hechizo, la gente comenzó a hablar en un intento de aligerar el peso de sus corazones ahora despiertos; muchas frases sueltas llegaron a mis oídos: “Tan joven…”, “Nadie lo esperaba”, “Que tragedia, perder a alguien así, sin aviso….”, “¿Cómo te sientes?, “Yo se que es duro, esta clase de cosas siempre lo son”. “Vano intento de lidiar con la pérdida, los muertos son los que descansan, siempre lo he dicho”.
Al llegar al panteón la llovizna se convirtió en tormenta; el cielo descendía con fuerza sobre nosotros intensificando la pena de los dolientes que como espectros recorrieron la vereda por el jardín de piedras a paso lento, cruzando miradas sin decir palabra, el silencio era más evidente aquí: “Los que duermen afectan de esa forma a los vivos, dentro de sus corazones aún existe el miedo a la muerte”.
La procesión se instaló en una colina previamente preparada para la ceremonia; personas sin nombre colocaron sillas a ambos lados de un podio de madera en donde se daría el discurso, una hermosa corona de flores y un violinista que interpretaba una dulce melodía llena de notas nostálgicas que flotaban en el aire “Un lindo lugar para descansar”, a excepción de la fosa excavada en medio de los asientos la colina estaba cubierta de pasto y musgo que brillaba por el efecto de las gotas de lluvia como cristal y estrellas.
El maestro de ceremonias comenzó el evento enunciando la razón por la cual estábamos todos reunidos, el viento silbaba con fuerza y llevaba sus palabras amortiguadas a todos los oídos cercanos: “Hoy le decimos adiós a un hijo, a un hermano, a un amigo” la lluvia seguía cayendo “regocijémonos en el placer que fue conocerlo, ser testigos de su vida y parte de su corazón” su voz se quebró. Pasados unos minutos en los que recobró la compostura prosiguió dando una lista de elogios y logros triviales a los presentes que de vez en cuando lo interrumpían con gritos y arranques de pena intermitentes; el orador procuró callar respetuosamente cada vez que comenzaban y siempre esperaba el silencio para continuar su mórbida canción.”El silencio, bendito silencio”
Fue un discurso largo y llenó de gentiles apologías, de suaves evocaciones y de sutiles invitaciones al recuerdo que adormecían la memoria. Los espectadores oían con atención, todos parecían disfrutar ese intento fallido de alejar las reminiscencias que inquietan al alma.

Finalmente, mi padre anunció que era tiempo de despedirse e incitó a todos los presentes a tomar una rosa y dejarla sobre mi cuerpo que reposaba rígido e indiferente dentro del ataúd; las sombras sentadas a mi alrededor emitieron un grito de tristeza y una a una se acercaron pronunciando sus verdaderos pesares: “¿Porqué me dejaste?, “Te espero por siempre”, “Toma mi corazón, guárdalo hasta que nos encontremos”, “Te amo”, “A veces no es suficiente” Mi piel fría.
Mi madre fue la última en acercarse al féretro, llevaba consigo una rosa roja en su mano derecha y sostenía a mi padre en su izquierda; desde mi lecho pude ver a ese fantasma mirando mi rostro, sus ojos opacos y sin vida me devolvieron la mirada mientras sostenía su corazón ennegrecido, besó la flor, la puso entre mis manos y llena de dolor susurró:
“Duerme hijo mío, ya todo está bien”

No hay comentarios:

Publicar un comentario