jueves, 12 de noviembre de 2009

I

Karina Garduño García

Con el viento apacible hacia el norte descubro el fangoso camino apenas iluminado por una lánguida luz. En medio del pinar hallé un refugio en ruinas ideal para reparar las fuerzas que hacia unos momentos había perdido debido a la lucha. Todo volvió a mi mente. Divergencia de alas encarnaban una guerra de poderes.
Opuestas en apariencia. Similares en fuerza.
El Cuervo se encarnizó con el Ángel. Con el fuerte pico logró detener el puño que se avecinaba hacia su buchada.
Los nudillos sangraron un poco. El rojo resplandor fue inmediato. Su olor llegó hasta donde yo estaba. Pude adivinar que la mezcla densa era producto de maldad, miedo e inocencia. Jamás me alimentaría con algo así.
Pareció en vano el intento de lanzar un ataque contra su rostro. La garra se abalanzó con brutalidad esperando desgarrar la piel. El choque de los dos nubló mi visión. Salieron despedidos en sentido opuesto. Su negro plumaje quedó manchado de barro. Por un segundo le creí herido. La furia llenó mis puños. El otro perdió el equilibrio pero no sufrió herida alguna. Fue a caer justo a mis pies y sin embargo no me descubrió.
Con velocidad antinatural, que hubiese provocado escalofrío a cualquier mortal, se reincorporó y con desprecio se acercó al animal. Él lo esperaba y con un aleteo fastuoso rozó la parte lateral de la cara y la carne blanca se abrió liberando unos delgados hilos rojos. No sintió un mínimo ardor. Una sonrisa de burla se dibujó en la comisura de su boca. De nuevo fue al encuentro y con saña lo tomó por el ala. El carroñero no se sintió en desventaja. La cercanía le proveyó de una confianza absoluta. Respiró arrogante. Con la mirada perdida en la soberbia fue incapaz de ver lo que tramaba el brazo izquierdo. Con filosos dedos laceró la piel hasta toparse con el pequeño corazón latiente. Su graznido semejó una voz lastimera. Me penetró como punzón de plata. Con odio salí de mi sombra. Le tomé por las alas y lo arrojé hacia el peñasco.
Dispuesto a consolar su lamento me arrodillé a su lado. Una fuerza descomunal me levantó y fui a caer sobre una lápida que terminó de hundirse en la maleza. Vociferando injurias y amenazas vino hacia mí con paso firme.
Antes de que diera un paso más mi mano ya estaba en su cuello. Qué piel tan dura, me fue imposible corromperla con la fuerza de un solo brazo. Me sujetó por el mismo y nos elevamos entre las copas de los árboles. Las ramas se rompían a nuestro paso. Las sentía enterrarse en mi espalda como pequeñas agujas.
Su puño se estrellaba en mi rostro sin merced. Con un giro improvisado pasé por encima de él abrazándole por la espalda e inmovilizando sus alas.
Caímos sin miramientos, con la rodilla en medio de sus alas, estrellé su rostro en la tierra. Sus movimientos no me permitían darle un golpe fatal. Volví a sujetarlo del cuello, esta vez con ambas manos. Sus alas en contra de la tierra casi estaban inmovilizadas. Mis piernas le aprisionaban el torso, los ojos inyectados de rojo odio le miraban fijamente la yugular. No importó aquel olor desagradable, no importó su rostro perfecto.
No iba a ser por hambre no iba a ser por amor, lo iba a matar e iba a ser por odio. Le había lastimado.
De entre las altas cortezas verduscas se podía oír su disminuido lamento. Me llenaba la cabeza de confusión… ¿acaso estaba muriendo? Quizá era sólo adormecimiento debido a su debilidad. No lo sabía. ¡Oh maldito ser falazmente divino!
Cada uno debía pelear sus batallas sin ayuda del otro. No debía moverme de la oscuridad. Sólo observar, esperar a que todo terminara. Como fuera. Y después agasajarnos con la víctima o curarnos mutuamente.
Cien veces lo hizo por mí.
Esta vez fue imposible. Insoportable verlo lleno de soberbia pero inmovilizado. Ver una herida sangrante no más grande que mi mano y las vísceras sobresaliendo. Me revolvió la sangre recién ingerida. Tenía que hacer algo… no podía dejarlo a merced de su suerte. Sus juegos de persecución habían resultado demasiado peligrosos.
Advertencias mil habían surgido. Ninguna fue escuchada. Ahora estaba ahí. Con la penumbra a cuestas.
Me hubiese resultado más placentero seducirlo y alimentarme como siempre, como nunca… pero ahora no había tiempo para pensarlo de esa forma. Merecía morir y yo era el arma perfecta.
Pisoteé su ala resbalosa hasta que de su garganta salió un gemido. La sangre brotó como un chorro aguado embarrando mi bota. Unas gotas fueron a caer en su rostro, en el mío……

Para AFMC

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