lunes, 30 de noviembre de 2009

LA CREACIÓN

Miguel Antonio Lupián Soto

La luna colgaba como una naranja madura del cielo inmaculado. Un perro enclenque hurgaba en los restos de la vendimia matutina algo para comer. El viento húmedo y salado agitaba la única rama casi vencida por el peso de los cuervos dormidos del nudoso árbol. Un mariachi solitario caminaba desgarbado arrastrando su gastada trompeta por el suelo adoquinado de la plazuela.

Hacía horas que, sentado en una silla plegable en medio del humilde kiosco, Euclides contemplaba la escena. Depresión, ira y deformidad se fundían en su rostro. La palabra monstruo retumbaba en su pequeña cabeza. Una piedra angulada de ónix verde apareció en su mano izquierda. La enterró de un solo movimiento en el centro del trígono azul tatuado en su antebrazo derecho. Desgarró lentamente el músculo hasta llegar al hueso. Las hormigas se ahogaron en la savia derramada.

Un seco y estruendoso ¡no! partió la noche acompañado por una ola de calor. El kiosco ardió, el árbol se chamuscó, la trompeta se fundió y el perro desapareció.

Howard se levantó de prisa en busca de un extintor, pero ya sólo quedaban cenizas. Resignado, cogió otra hoja en blanco que colocó en la máquina de escribir.

martes, 24 de noviembre de 2009

LAS BRUJAS PUTONAS

Lluvia de Invierno

Somos las brujas putonas. Nos gustan los mordiscos, nos incitan a bailar a la luna choncha. Practicamos la nigromancia, y los difuntos, invocados por nosotras, pululan hacia la oscuridad y nos toman las nalgas cuando cantamos magia. Somos las brujas putonas y adoramos la confusión y la fogosidad. Aparcamos la maldad, asaltamos la lozanía y confinamos la intranquilidad a los agobiados y a la pasión privada.

Volamos toda la madrugada con tramas colocadas a las vaginas mojadas. Violamos todo: niños y niñas y uno y otro insomnio vagando. Somos avanzadas masturbando mozos briosos y cortamos sus falos con pasión cuando los aojamos. No utilizamos ninguna poción: libido y conjuros son las armas confiadas.

Somos las brujas putonas y andamos buscando víctimas con tu prosapia.

jueves, 12 de noviembre de 2009

I

Karina Garduño García

Con el viento apacible hacia el norte descubro el fangoso camino apenas iluminado por una lánguida luz. En medio del pinar hallé un refugio en ruinas ideal para reparar las fuerzas que hacia unos momentos había perdido debido a la lucha. Todo volvió a mi mente. Divergencia de alas encarnaban una guerra de poderes.
Opuestas en apariencia. Similares en fuerza.
El Cuervo se encarnizó con el Ángel. Con el fuerte pico logró detener el puño que se avecinaba hacia su buchada.
Los nudillos sangraron un poco. El rojo resplandor fue inmediato. Su olor llegó hasta donde yo estaba. Pude adivinar que la mezcla densa era producto de maldad, miedo e inocencia. Jamás me alimentaría con algo así.
Pareció en vano el intento de lanzar un ataque contra su rostro. La garra se abalanzó con brutalidad esperando desgarrar la piel. El choque de los dos nubló mi visión. Salieron despedidos en sentido opuesto. Su negro plumaje quedó manchado de barro. Por un segundo le creí herido. La furia llenó mis puños. El otro perdió el equilibrio pero no sufrió herida alguna. Fue a caer justo a mis pies y sin embargo no me descubrió.
Con velocidad antinatural, que hubiese provocado escalofrío a cualquier mortal, se reincorporó y con desprecio se acercó al animal. Él lo esperaba y con un aleteo fastuoso rozó la parte lateral de la cara y la carne blanca se abrió liberando unos delgados hilos rojos. No sintió un mínimo ardor. Una sonrisa de burla se dibujó en la comisura de su boca. De nuevo fue al encuentro y con saña lo tomó por el ala. El carroñero no se sintió en desventaja. La cercanía le proveyó de una confianza absoluta. Respiró arrogante. Con la mirada perdida en la soberbia fue incapaz de ver lo que tramaba el brazo izquierdo. Con filosos dedos laceró la piel hasta toparse con el pequeño corazón latiente. Su graznido semejó una voz lastimera. Me penetró como punzón de plata. Con odio salí de mi sombra. Le tomé por las alas y lo arrojé hacia el peñasco.
Dispuesto a consolar su lamento me arrodillé a su lado. Una fuerza descomunal me levantó y fui a caer sobre una lápida que terminó de hundirse en la maleza. Vociferando injurias y amenazas vino hacia mí con paso firme.
Antes de que diera un paso más mi mano ya estaba en su cuello. Qué piel tan dura, me fue imposible corromperla con la fuerza de un solo brazo. Me sujetó por el mismo y nos elevamos entre las copas de los árboles. Las ramas se rompían a nuestro paso. Las sentía enterrarse en mi espalda como pequeñas agujas.
Su puño se estrellaba en mi rostro sin merced. Con un giro improvisado pasé por encima de él abrazándole por la espalda e inmovilizando sus alas.
Caímos sin miramientos, con la rodilla en medio de sus alas, estrellé su rostro en la tierra. Sus movimientos no me permitían darle un golpe fatal. Volví a sujetarlo del cuello, esta vez con ambas manos. Sus alas en contra de la tierra casi estaban inmovilizadas. Mis piernas le aprisionaban el torso, los ojos inyectados de rojo odio le miraban fijamente la yugular. No importó aquel olor desagradable, no importó su rostro perfecto.
No iba a ser por hambre no iba a ser por amor, lo iba a matar e iba a ser por odio. Le había lastimado.
De entre las altas cortezas verduscas se podía oír su disminuido lamento. Me llenaba la cabeza de confusión… ¿acaso estaba muriendo? Quizá era sólo adormecimiento debido a su debilidad. No lo sabía. ¡Oh maldito ser falazmente divino!
Cada uno debía pelear sus batallas sin ayuda del otro. No debía moverme de la oscuridad. Sólo observar, esperar a que todo terminara. Como fuera. Y después agasajarnos con la víctima o curarnos mutuamente.
Cien veces lo hizo por mí.
Esta vez fue imposible. Insoportable verlo lleno de soberbia pero inmovilizado. Ver una herida sangrante no más grande que mi mano y las vísceras sobresaliendo. Me revolvió la sangre recién ingerida. Tenía que hacer algo… no podía dejarlo a merced de su suerte. Sus juegos de persecución habían resultado demasiado peligrosos.
Advertencias mil habían surgido. Ninguna fue escuchada. Ahora estaba ahí. Con la penumbra a cuestas.
Me hubiese resultado más placentero seducirlo y alimentarme como siempre, como nunca… pero ahora no había tiempo para pensarlo de esa forma. Merecía morir y yo era el arma perfecta.
Pisoteé su ala resbalosa hasta que de su garganta salió un gemido. La sangre brotó como un chorro aguado embarrando mi bota. Unas gotas fueron a caer en su rostro, en el mío……

Para AFMC

jueves, 5 de noviembre de 2009

LA CANCIÓN DE EURIDICE

Orfeo


« Les morts, les pauvres morts, ont de grandes douleurs... »
« Los muertos, los pobres muertos, tienen grandes dolores.. »
A la sirvienta de gran corazón.
CHARLES BAUDELAIRE



El día del funeral amaneció gris, lo recuerdo claramente porque desde la estancia en donde me encontraba podía ver el cielo y el sonido de la lluvia golpeando el cristal resonaba por doquier.
La habitación donde estábamos congregados era amplia, el piso de azulejo color terracota brillaba con la tenue luz que lograba entrar por la única ventana que dominaba la pared principal hecha de ladrillos; en el techo, un exquisita araña de cristal con hoja de plata reposaba en el centro de todo “Magnifica creación aquella flor de diamante, los destellos intermitentes en el cristal caían con gracia como pequeñas estrellas iluminándolo todo y a tiempos, transformaba esa sala mortuoria en un salón de baile digno de una corte; aun me acompaña en mis sueños”.
No es común en mí sentirme tan indiferente pero ese día me pareció que todo estaba al revés, mientras pasaban las horas no pude evitar que esa sensación de sueño me invadiera y adormeciera mi cuerpo. Me sentía un extraño alrededor de todas esas personas con expresiones de tristeza tan características en situaciones como éstas; los ojos rojos producto de las lágrimas, la mirada cansada, la cara demacrada y sucia, los suspiros ocasionales y los destructivos arranques de llanto que vienen y van.
El silencio dominó la mañana y todos los presentes, ensimismados en su propio sufrimiento, olvidaron las cortesías y se limitaron a mirar al frente con expresiones calmas pero llenas de dolor. Un universo entero se encontraba reunido; cada persona era un mundo que se colapsaba con cada recuerdo que asaltaba su mente, nadie dijo nada, solo se pudo oír un rumor lleno de nostalgia acompañado por exhalaciones.
Pasaron las horas con lentitud; sin embargo, el ambiente comenzó a inquietarse pues pronto comenzaría la procesión y todos sabían que eso significaba despertar de ese letargo que los mantenía cuerdos. Cuando se dio el anuncio de que había llegado la hora cada ente, despertando de su fantasía, se puso de píe y se dirigió a la puerta arrastrando los pies.

Afuera, como si se hubiera levantado un hechizo, la gente comenzó a hablar en un intento de aligerar el peso de sus corazones ahora despiertos; muchas frases sueltas llegaron a mis oídos: “Tan joven…”, “Nadie lo esperaba”, “Que tragedia, perder a alguien así, sin aviso….”, “¿Cómo te sientes?, “Yo se que es duro, esta clase de cosas siempre lo son”. “Vano intento de lidiar con la pérdida, los muertos son los que descansan, siempre lo he dicho”.
Al llegar al panteón la llovizna se convirtió en tormenta; el cielo descendía con fuerza sobre nosotros intensificando la pena de los dolientes que como espectros recorrieron la vereda por el jardín de piedras a paso lento, cruzando miradas sin decir palabra, el silencio era más evidente aquí: “Los que duermen afectan de esa forma a los vivos, dentro de sus corazones aún existe el miedo a la muerte”.
La procesión se instaló en una colina previamente preparada para la ceremonia; personas sin nombre colocaron sillas a ambos lados de un podio de madera en donde se daría el discurso, una hermosa corona de flores y un violinista que interpretaba una dulce melodía llena de notas nostálgicas que flotaban en el aire “Un lindo lugar para descansar”, a excepción de la fosa excavada en medio de los asientos la colina estaba cubierta de pasto y musgo que brillaba por el efecto de las gotas de lluvia como cristal y estrellas.
El maestro de ceremonias comenzó el evento enunciando la razón por la cual estábamos todos reunidos, el viento silbaba con fuerza y llevaba sus palabras amortiguadas a todos los oídos cercanos: “Hoy le decimos adiós a un hijo, a un hermano, a un amigo” la lluvia seguía cayendo “regocijémonos en el placer que fue conocerlo, ser testigos de su vida y parte de su corazón” su voz se quebró. Pasados unos minutos en los que recobró la compostura prosiguió dando una lista de elogios y logros triviales a los presentes que de vez en cuando lo interrumpían con gritos y arranques de pena intermitentes; el orador procuró callar respetuosamente cada vez que comenzaban y siempre esperaba el silencio para continuar su mórbida canción.”El silencio, bendito silencio”
Fue un discurso largo y llenó de gentiles apologías, de suaves evocaciones y de sutiles invitaciones al recuerdo que adormecían la memoria. Los espectadores oían con atención, todos parecían disfrutar ese intento fallido de alejar las reminiscencias que inquietan al alma.

Finalmente, mi padre anunció que era tiempo de despedirse e incitó a todos los presentes a tomar una rosa y dejarla sobre mi cuerpo que reposaba rígido e indiferente dentro del ataúd; las sombras sentadas a mi alrededor emitieron un grito de tristeza y una a una se acercaron pronunciando sus verdaderos pesares: “¿Porqué me dejaste?, “Te espero por siempre”, “Toma mi corazón, guárdalo hasta que nos encontremos”, “Te amo”, “A veces no es suficiente” Mi piel fría.
Mi madre fue la última en acercarse al féretro, llevaba consigo una rosa roja en su mano derecha y sostenía a mi padre en su izquierda; desde mi lecho pude ver a ese fantasma mirando mi rostro, sus ojos opacos y sin vida me devolvieron la mirada mientras sostenía su corazón ennegrecido, besó la flor, la puso entre mis manos y llena de dolor susurró:
“Duerme hijo mío, ya todo está bien”